El vuelo 2160 de American Airlines proveniente de Boston acaba de aterrizar en Washington D. C., y Bette Nash, de 81 años, ayuda a los pasajeros a desembarcar. En la cabina del Airbus, la saludan, le toman fotos, le agradecen.

Después de seis décadas surcando los cielos como azafata, Nash mantiene un estilo impecable, una energía increíble y una sonrisa constante. Perdió solo una cosa: el anonimato.

Kendra Taylor, una pasajera, está exultante tras tomarse una selfi con la octogenaria: “Cuando la vi, pensé, Dios, ella es la que vi en la televisión la semana pasada”.

Nash, de traje oscuro con una colorida bufanda, el pelo recogido en un moño, se presta para los cumplidos. Es la estrella indiscutible del avión, no el capitán, Mike Margiotta, que sale de la cabina.

“Muy profesional”, dice de la azafata. “Tiene ese toque de la vieja escuela, que recuerda los buenos viejos tiempos”.

En Estados Unidos, los pilotos deben retirarse a los 65 años, pero no los auxiliares de vuelo comerciales, de los cuales Nash es presumiblemente la decana mundial.

Al verla trotando de arriba a abajo por los pasillos de la terminal aérea, arrastrando su maleta, es difícil no dejarse llevar por las palabras de admiración que se escuchan sobre ella.

“Me levanto a las 02:10. Tengo dos despertadores y, cuando suenan, ¡no me quedo en la cama!”, asegura.

En su casa en Virginia, muy cerca de la capital estadounidense, prepara comida para su único hijo, con discapacidad, que la estará esperando a su regreso a tierra firme.

Toda arreglada y tras desayunar “un par de huevos”, llega antes del amanecer al Aeropuerto Nacional Ronald Reagan. Su vuelo favorito es el “Washington-Boston-Washington”, que puede elegir debido a su notable antigüedad.

Tenía 21 años, bajo la presidencia de Dwight Eisenhower, cuando la hoy desaparecida aerolínea Eastern Air Lines la reclutó como ‘azafata’, un término que en inglés se ha vuelto obsoleto ante el de “asistente de vuelo”.

Cuando comenzó a volar, el transporte aéreo era una prerrogativa de la élite. “Había muchos empresarios y las mujeres entraban con sus abrigos de piel, sus joyas, sus sombreros; no veíamos las chanclas y las zapatillas deportivas de hoy”, cuenta.

Sus propios uniformes variaron a través de los años: fueron conservadores, elegantes e incluso “salvajes”.